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Gran Sinfónico 03 |
Gran Sinfónico 03

10/11OCT2024|20:00H

Teatro de la Maestranza |
20:00 h.

BENJAMIN BRITTEN | Sinfonía da Réquiem, Op.20
GUSTAV MAHLER | Sinfonía nº4, en Sol mayor

Soprano | Lucía Martín-Cartón
Director | Giacomo Sagripanti

Gran Sinfónico 03 | Notas al programa
Gran Sinfónico 03
Notas al programa

La ROSS nos ofrece dos joyas musicales del siglo XX que aún nos resistimos a llamar pasado. La música de Gustav Mahler (1860-1911) y Benjamin Britten (1913-1976) se nos manifiesta como la de nuestros estrictos contemporáneos.

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La cuarta sinfonía mahleriana, estrenada en 1901, es una recapitulación de la herencia romántica y un anuncio de la música del porvenir. Un porvenir que adoptó dos formas proteicas: la de la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg, Webern) con su fervor atonal y dodecafónico que supuso la definitiva escisión entre el público general y la música contemporánea y, por otra parte, la continuidad posromántica, alejada del experimentalismo, pero no de la modernidad, que representan autores como Britten o Shostakovich a quienes unió una fuerte amistad. Mientras el ruso representaba la oficialidad soviética, bajo el velo de un tenebroso teatro de amenazas y sospechas de disidencia política, Britten, de forma paralela, encarnó la figura del compositor nacional británico como nadie desde los tiempos de Purcell, a pesar de que su pública homosexualidad resultara incómoda e inquietante al conservador establishment de la monarquía inglesa.

Si la cuarta sinfonía de Mahler abre las puertas del siglo, “La Sinfonía da Réquiem”, estrenada en 1941 y primer éxito resonante de Britten, señala con su lamento “de profundis” el inicio de un tiempo nuevo mortalmente herido por la Segunda Guerra Mundial.

Como director invitado sube hoy al podio el maestro italiano Giacomo Sagripanti, elegido en los Opera Awards de 2016 como mejor director. Por su parte, la soprano Lucía Martín-Cartón, conocida por el público sevillano por sus interpretaciones historicistas y belcantistas, asume hoy un nuevo registro interpretativo en el movimiento final de la sinfonía mahleriana que adopta la forma de un lírico y luminoso lied orquestal.

 

Sinfonía da Réquiem

Cuando en otoño de 1939 el joven Benjamin Britten recibió el rocambolesco encargo de escribir una obra destinada a las celebraciones del 2600 aniversario de la Familia Imperial de Japón (encargo que también recibió un septuagenario Richard Strauss) ya había estallado la guerra con Alemania. Britten se encontraba recién llegado a los Estados Unidos. Apenas unos años antes había perdido a sus padres. La situación en Europa, el inicio de su relación con el tenor Peter Pears y la ensoñación con el Nuevo Mundo como tierra de promisión lo habían movido a trasladarse a Nueva York, siguiendo los pasos de su mentor, el poeta W. H. Auden. Sin embargo, el desarraigo y los remordimientos por haber abandonado Inglaterra hicieron pronto mella en su ánimo entorpeciendo su creatividad. Para cumplir con el encargo decidió terminar la muy avanzada sinfonía que estaba componiendo en memoria de sus padres y en la que había volcado su desazón y angustia antibelicista. La obra carecía por completo del carácter celebrativo y luminoso esperable en una obra de pompa y circunstancia y fue rechazada, aunque pagada, en términos muy duros;

“Insulta a una potencia amiga, al presentar una obra cristiana donde el cristianismo era inaceptable. Nos tememos que el compositor haya entendido mal nuestro deseo... La música posee un tono melancólico, tanto en sus modelos melódicos como rítmicos, que la hacen inaceptable para la interpretación en ocasión de nuestra ceremonia nacional”.

 

La obra se estrenaría con gran éxito en el Carnegie Hall el 29 de marzo de 1941, en diciembre del mismo año Japón y el Reino Unido se declaraban la guerra. Dos décadas más tarde, y con motivo de la reconsagración de la bombardeada catedral de Coventry, Britten compondría el monumental “Réquiem de Guerra”, cerrando el paréntesis que abría esta sinfonía, testimonio del profundo lamento de un mundo en demolición.

La obra consta de tres movimientos interpretados de forma continua que reciben su título de la liturgia de la Misa de Réquiem. En el primero, Lacrymosa, el llanto tiene la solemnidad de una marcha fúnebre donde los timbales percuten con majestad y un motivo obsesivo señala el centro del dolor. El segundo, “Dies Irae” -una danza de la muerte en palabras de su autor-, remite a los agitados y distorsionados movimientos que Mahler había incorporado a sus sinfonías. Pero es en el “Requiem Aeternam” donde se vislumbra con claridad la influencia mahleriana sobre Britten: la música se expande en un lento y esperanzador movimiento, celestial como el adagio de la cuarta sinfonía, con la que pareciera comunicarse a través de un remoto pasadizo de profundis.

 

Sinfonía nº 4 de Mahler

“No hay música en la Tierra
comparable a la nuestra.

¡Voces angelicales embriagan los sentidos!”
De “La vida celestial”, Sinfonía nº 4, cuarto
movimiento.

Desde hace más de medio siglo Mahler es uno de los compositores más programados y demandados por el público. Él mismo lo había profetizado: “mi tiempo llegará”. Este gran titán del sinfonismo, valorado en vida como el excelso director de la Ópera de Viena, pero no como el creador de los universos sonoros más complejos, abisales e intensos de su tiempo (“La sinfonía ha de construir un mundo”, dijo) se nos presenta hoy como el núcleo germinal de toda la música del siglo XX.

Si Beethoven fue el primero en incorporar la voz humana al sinfonismo, corresponde a Wagner su elevación a la categoría instrumental en pugna con las otras secciones de la orquesta. Surge así el lied orquestal, magistralmente desarrollado por Gustav Mahler y Richard Strauss, quienes elevaron la profundidad lírica del lied clásico y romántico, siempre al pie del piano, hacia las luminosas esferas de las apoteosis orquestales. Mahler tenía en mente culminar una de sus sinfonías con uno de los poemas de “Des Knaben Wunderhorn” (“El muchacho de la trompa mágica”), un compendio de poemas populares reunidos por Brentano y Arnim hacia 1800 y de los que ya había musicado hasta treinta dos composiciones. Lo imaginativo, revoltoso y disparatado de estos textos le permitían experimentar con motivos que luego incorporó a su segunda, tercera y cuarta sinfonías, conocidas en conjunto como “Sinfonías Wunderhorn”

Es la cuarta la más íntima y de más reducida plantilla orquestal de las sinfonías mahlerianas. Aquí, la voz sola de la soprano -novedad frente a la coral beethoveniana que ya había usado en la segunda y la tercera- nos describe en el movimiento fina “La vida celestial”, un paraíso tan terrenal como gastronómico. Mahler, quien no tuvo muchos escrúpulos en ser bautizado católico para dirigir la Ópera de Viena, honraba sinceramente el sentimiento ultraterrenal y carnal del cristianismo, ajeno a su educación judía. Así se entienden sinfonías como “Resurrección” o esta “Cena Celeste”, llena de golosinas, viandas y santos como títeres de cachiporra. Se cierra así una sinfonía en la que el primer movimiento nos conduce a un mundo bien ordenado, clásico y mozartiano, sucedido por una agitada sucesión de ritmos hebraicos, casi una danza de la muerte y que, antes de hacernos partícipes del opíparo banquete del cielo, nos eleva a las esferas en su tercer movimiento, uno de los más hermosos adagios que jamás compusiera, donde bien se pudiera decir, como en el coro de ángeles que sirven en las alturas del cuarto movimiento, “no hay música en la tierra comparable a esta”.

José María Jurado García-Posada