CICLO 30 ANIVERSARIO: 4º ABONO
Biography
CICLO 30 ANIVERSARIO: 4º ABONO
TEATRO DE LA MAESTRANZA. Jueves 25 y Viernes 26 de Marzo de 2021 – 19:00 HORAS
PROGRAMA
JOHANNES BRAHMS (1833-1897)
Concierto para piano y orquesta nº 1, en Re menor, Op. 15 (1854-57)
I.Maestoso
II.Adagio
III.Rondó: Allegro non troppo
ANTONÍN DVOŘÁK (1841-1904)
Sinfonía nº 8, en Sol mayor, Op. 88 (1889)
Allegro con brío
Adagio
Allegretto grazioso - Molto vivace
Allegro, ma non troppo
LEONEL MORALES Piano
PABLO GONZÁLEZ Director
Duración total estimada: 1h 35’ (SIN PAUSA) Tiempos estimados: 55’ + 40’
Notas al programa
Hoy parece mentira que el Concierto para piano y orquesta nº 1, uno de los fundamentales del repertorio, fuese tan unánimemente rechazado por el público. Pero su autor, un Johannes Brahms de veinticinco años, ansiaba introducirse en las obras de gran formato aunque vulnerasen las formas establecidas que los auditorios esperaban encontrar en toda partitura bajo la etiqueta concertante. Así, a los veintiuno escribió una sonata para dos pianos, pero encontró que ambos instrumentos se le quedaban cortos para desplegar el denso discurso que tenía en mente. Así que orquestó el primer movimiento y quedó convencido de que el piano solista, junto a la orquesta, era el vehículo que estaba buscando. Pero en modo alguno lo quería supeditado al lucimiento del intérprete, como en los conciertos escritos hasta la fecha. De hecho, estaba casi pensando en una obra con costuras de sinfonía, tal y como le confesó a su amiga Clara Schumann.
El piano lograba, siempre desde su punto de vista, equilibrar la densidad de las ideas que debían configurar una complejísima arquitectura sustentada, pese a todo, en el modelo tradicional concertante en tres movimientos. Y en pro de no caer en la tentación fácil, Brahms hasta sacrificó la presencia de cadenzas, habitual en estas obras.
El compositor trabajó secretamente en la obra, pidiendo consejo a su amigo el violinista Josef Joachim (para el que escribiría su Concierto para violín), que una vez tuvo el borrador completo en sus manos realizó numerosas objeciones. Brahms hizo caso a casi todas ellas y realizó importantes cambios, suprimiendo un movimiento que hubiera dejado la obra en cuatro. Se trataba de un adagio que se convertiría tiempo después en el famoso segundo movimiento del Réquiem alemán.
El estreno tuvo lugar el 22 de enero de 1859 en el Teatro Real de Hannover y ya de entrada el público se sintió abrumado por un primer movimiento que dura tanto como un concierto completo. Además, la ausencia total de pasajes virtuosísticos fue considerada una petulancia por parte del autor, cuando no una incapacidad manifiesta. “Una sinfonía con piano obligado” afirmó un crítico con desdén. Pero lo peor estaba por llegar. Cinco días después la Gewandhaus de Leipzig recibió la obra con una violenta protesta. Incluso quienes habían sido hasta la fecha defensores de Brahms lo atacaron sin piedad. Aquello afectó tanto al músico que rompió su compromiso con Agathe von Siebold, alegando que su fracaso indicaba que no sería capaz de proveerla de sustento alguno.
Sólo tras el estreno incontestable del Concierto para piano nº 2, veintitrés años después (con más momentos de lucimiento para el solista, todo hay que decirlo) el nº 1 volvería a las salas, quedándose ya de forma estable dentro del repertorio.
La obra conserva la tonalidad de Re menor de la sonata para dos pianos de la que está adaptada y comienza con una introducción orquestal, Maestoso, de extraordinaria densidad, como se ha dicho, totalmente sinfónica. Pero el piano sabe integrarse con gran habilidad en este discurso, cohesionándose con el resto de la orquesta, sin sobresalir nunca de ella. La profusión de ideas resultó mareante para los primeros críticos de la obra, y ello a pesar de que este arranque posee también una vena introspectiva vinculada a los momentos más meditativos de los conciertos de Mozart.
En el precioso Adagio la cuerda en sordina expone el primer tema, de extraordinaria ternura, con el que juega la trompa, para ser luego desarrollado por el solista. La vivacidad del trío central constituye un espejismo de la cuerda que no hace sino desear al oyente retornar cuanto antes a la milagrosa serenidad del tema primero. Finalmente, este retorna para sumirnos en un maravilloso sosiego.
El Allegro final combina rondó y sonata y es el que posee una arquitectura más admirable. Brahms despliega tres temas para evocar todos los estados anímicos posibles, pero siempre dando prioridad a lo luminoso, abriendo puertas hasta entonces cerradas a la expresión concertante y permitiéndose la insólita inclusión de una fuga. Pero pese a ello, toda esta belleza fue despreciada por quienes no buscaban más que alardes pirotécnicos al teclado.
El concierto concluye con toda una delicatesen, firmada por ese buen amigo de Brahms que fue Dvořák, la Sinfonía nº 8. Sin duda, esta sería la sinfonía más popular de su catálogo si no existiera la Del nuevo mundo. Tras el exitoso dramatismo de su Séptima, Dvořák se retira, en el otoño de 1889, a escribir la Octava en su casita campestre de Vysoka. Tres placenteros meses bastaron para poner punto final a la partitura, estrenada el 2 de febrero de 1890 en Praga. Su belleza y transparencia, así como la claridad de su lenguaje, tan eslavo como personal, la situaron de inmediato en la cima de las creaciones del músico bohemio.
Comienza la obra, Allegro con brio, con una cantilena en la cuerda que crea la ilusión de que nos hemos incorporado a la sinfonía una vez ya comenzada. De inmediato Dvořák nos traslada a los bosques bohemios que le rodeaban, acaso contemplando una puesta de sol a orillas del río Vitara, como en la niñez del músico. Una flauta irrumpe, bucólica, a la par que la cantilena va desvaneciéndose. La flauta da paso a un crescendo orquestal con el tema propuesto por la primera. Un pasaje de carácter festivo, de colorida paleta orquestal, introduce un tema anexo que parece una caricatura de los bailes rústicos. Repentinamente la música parece conducirnos a un ocaso, del que brota, pura, la cantilena, irónicamente respondida desde la lejanía por el tema de la flauta.
El Adagio comienza con una bruma que puede recordar a los autores nórdicos, como Grieg, pero el espíritu solemne pronto se troca en bucólico a través de los juegos entre la cuerda y la flauta, a la manera de una danza, con las oportunas y breves intervenciones del violín. La orquesta, in crescendo, ataca una suerte de marcha wagneriana, pese a lo cual, la escritura “dvorakiana” no deja de recordarnos a la música camerística, siempre prístina de su autor, algo muy característico de este periodo suyo.
Acaso el movimiento más querido por el público sea el Allegretto grazioso-molto vivace, que rebaja la intensidad de lo anteriormente escuchado. Este scherzo, vitalista, tiene algo de vals, que alcanza cotas de meditativa profundidad en el trío. Hay en este movimiento cierta sorna que puede recordar a algunos pasajes futuros de Mahler.
La Octava concluye con el Allegro, ma non troppo, iniciado por un solo marcial de trompeta, tras el cual los violonchelos exponen una honda melodía derivada precisamente de dicho solo. Sobre esta melodía pivotará todo el movimiento, pues le seguirán una serie de variaciones, divididas en dos grupos. El primero resulta de una gran vitalidad, en tanto que el segundo contrasta con este, por su carácter doliente. Todo culmina con deslumbrante brillo, en una explosión orquestal que permite lucirse a los metales, combinándose la solemnidad con cierto espíritu irónico que humaniza al conjunto. Sin duda alguna, una de las sinfonías más hermosas que se hayan escrito.
Martín Llade